Mykonos, Agosto de 1988
101 Kid fue el muchacho de mi vida: un amor imposible y por quien hubiera vivido mis días insomnes con plenitud de “hada ignorante”. En agosto del ochenta y ocho yo era un adolescente de veintidós años y me encontraba en Mykonos. Aquellas vacaciones fueron aleccionadas y a todas luces, algo memorable. No recuerdo el nombre de aquel bar, ni el día exacto tampoco, eso sí; aquel final de Agosto de 1988, al subir la escalera de madera pintada de azul intenso, intuí proféticamente que quien allí me esperaba era alguien más que un bello muchacho, un mero sueño veraniego...
Nadie sabía nada de él y ciertamente, aquello resultaba irrelevante para todos. ¿Cómo expresarlo? Convinimos en llamarle “101 Kid” por la camiseta blanca que en letras rojas sobre el pecho ceñía un cuerpo delgado y atlético, anunciando su logo: “Mírame, estoy hecho para el amor”. Tenía ojos marrones y grandes. Pelo rizado color oscuro. Estatura media y esbelta: 100% tapicería vaquera, movimiento sinuoso al son de la música altísima: alcohol y ritmo de Wham.
Mis amigos hacían sus apuestas especulando sobre quién sería el elegido aquella noche, así que, con astucia de lince subyugado; decidí apostar con firmeza y me lancé al vacío en medio de la pista de baile llena de nórdicos, italianos, griegos y por supuesto, algún español distraído como yo. Aquel era yo entonces, abierto a todo, sin miedo a la incertidumbre: sencillamente libre.
En un instante todo nos lo dijimos. Sus "Jeans 501", se contoneaban de forma tan perfecta que tuve que reinventar todos mis pasos de baile. Pasé de lo vacilón, al break dance, optando al final por mover nerviosamente mis hombros al ritmo de la música para no perder así el perfecto espectáculo de su mirada (sonrisa incluida).
La distancia se acorta, apenas medio metro, pulsaciones a mil... Empujones de envidia invitan al acercamiento al que sucumbimos encantados pero con cierto disimulo tácito. Ahora suena Rick Astley: “Never gonna give, never gonna give”. No importa, —pensé—. Me vertieron Martini sobre la impecable camisa estampada, quemadura de cigarro en un brazo y algún que otro pisotón malicioso que, afirmo, me destrozó el meñique derecho. Todo fue inútil. El destino jugó sus cartas: indefectiblemente nos conocimos.
Igualamos la mirada, sonreímos y sellamos aquel perfecto instante con un beso. Un solo beso que dejó estupefacto a propios y extraños. Mis amigos chismorreaban mirando de reojo, alguno se dio la vuelta en la barra cual torpe derrotado, y entre sus caras de envidia asomaba un pellizco de espanto y maliciosa curiosidad: ¿y ahora qué? —se preguntaron—.
Al día siguiente nadie supo nada de 101 Kid. El muchacho más bello de la isla Mykonos. En medio del mar Egeo, el más intrigante en belleza, rivalizando con todos los dioses griegos. Mezcla de ángel y demonio: magnífico, impensable. Al marchar, nadie se dio cuenta de que en realidad, 101 Kid no era tu verdadero nombre sino el logotipo de tu camiseta. Sencillamente callé para no traicionar el halo de felicidad que me embargaba.
Pasado el tiempo supe que Christós era tu verdadero nombre y no el mítico mote. No vivías en Grecia sino en Lampedusa, Italia. Veintidós años más tarde recibí un paquete de Fedex Express, era sábado por la tarde. Yo aún dormía mi sienta. El remitente con domicilio en Italia se identificaba como Christós Papadimitriou. No supe quién eras y con perplejidad recaí súbitamente en ti. Con seguridad encontraste mis señas en la red. ¡Imaginen!
Al abrir el paquete encontré una pequeña nota que junto a una camiseta blanca y desgastada, en letras rojas decía: “Para Santiago de 101 Kid. Agosto de 1988. Christós”.
Rompí a llorar de felicidad.
Nada sabemos que no hayamos conocido antes, pensé.
Christós Papadimitriou (101 Kid), es un personaje de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Santiago Calleja Arrabal
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