Cuando se hundieron las formas puras
comprendí que me habían asesinado.
Cuando el metal cortó la carne fría,
un beso quemando de carótida y prodigio,
se hundió tenaz en mi garganta
como una mortaja de saliva.
Entendí entonces,
la delicia ignota
de un final distinto.
Y tú ya no estabas.
Apenas un haz de luz
parecido al deseo, quedaba.
—Caer del tiempo;
sangrar el alma—.
La esperanza temprana,
adiestrada la palabra.
Verter entonces oro y mirada
en el cáliz húmedo de tu boca.
Pero tú… Tú ya no estabas.
Un abrazo y el asombro de un amarte
acaso se parecen.
—“Caer del tiempo;
sangrar el alma”— (repite el viento).
Se dirá de ti que fuiste Epicuro;
de mí, un esclavo unido al mástil
de tus patrañas. Sin cítaras,
sin lírica: sin nada.
Pero de eso, del amor que sostuve,
nada supo el tiempo. ¡Caer!
Sí, de caer, de pasar… de eso no queda nada.
—Caer del tiempo;
sangrar el alma—.
Pasos fríos; telón lento.
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