Pon tu luenga boca de secano en mi ribera
azucena dorada,
que das luz a las gacelas del olvido
y dibujas, con color de primavera,
lugares soñados por los enamorados en la noche.
¿No adviertes mi presencia, rocín de sangre?
¿No recuerdas como apenas tembloroso,
recorrías mi cuerpo perseguido por el rayo de la mañana?
Corrías deprisa por las dunas y los hombros sensuales,
de gesto noble y severa incertidumbre.
Corrías como aquel muchacho atravesado por un rayo de luna.
¿Pensé yo acaso en salir a tu encuentro?
—No—, me respondes.
Amor sórdido de hombre,
savia cálida de cálidos abrazos,
cobrizos y sinuosos.
Fuerte tacto en un lecho de azucena.
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