Eres como un poema.
No tienes principio y careces de final.
Las hojas de lo escrito sobrevuelan un verde valle,
manchado por las amapolas y olvido.
Eres aquel que reconozco en mi sueño
de piedras y angulares.
Tú —sentado en el lugar geométrico
donde nacen las mandrágoras—.
Respiras los poros de mi piel.
Escuchas a través de mis oídos,
mientras yo admiro tácitamente,
un paisaje vertical a través de tus ojos
y acaricio un deseo oblicuo
en la palma de tu mano.
Nos sorprende la vida — ¿Verdad?—.
El aroma de un tierno color olvidado…
Sólo poseo algunos recuerdos
que tu ser incendió con la mirada.
Leyendo antiguos poemas olvidados,
cuando el estallido de la noche desaparece
como una simple visión, por el prisma de tu frente.
Donde las mandrágoras cantan.
Donde las mandrágoras cantan…
No hay simiente sin olvido.
Anduvimos sorteando el otoño enfermo.
Escuchando en silencio el goteo de los relojes.
Observando nuestra ausencia
en el fondo del agua.
Donde reposan las ancladas piedras de tus dedos.
Aquel lejano lugar donde tu faz se ilumina en despedida.
Sí, detrás de todo tiempo, quedó escrito tu nombre:
allí, donde canta la mandrágora.
Imagen por Luizo Vega
París 2010
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