Eres como un poema:
no tienes principio y careces de final.
Las hojas de lo escrito sobrevuelan tu verde valle
manchado por las amapolas y el olvido.
Eres aquel que reconozco en mi ensueño,
repleto de piedras y angulares.
Tú —sentado en el lugar geométrico
donde nacen las mandrágoras—,
proceloso, calcáreo: aéreo.
Respiras por los poros de mi piel.
Escuchas a través de mis oídos,
mientras yo admiro tácitamente
un paisaje vertical, a través de tus ojos
o acaricio un deseo oblicuo,
en la palma de tu mano.
Nos sorprende la vida — ¿Verdad?—.
El aroma de un tierno color olvidado.
Sólo poseo estos versos
que tu ser incendió con la mirada,
leyendo antiguos poemas al amanecer.
Cuando el estallido de la noche permanece,
como una simple visión,
por el prisma de tu frente.
Anduvimos sorteando el otoño enfermo,
escuchando en silencio el goteo de los relojes.
Observando nuestra ausencia
en el fondo de las aguas,
donde reposan las ancladas piedras de tus dedos:
aquel lejano flujo,
donde tu faz se ilumina en despedida.
Detrás de todo tiempo,
sólo tu nombre quedó escrito.
Sólo sombra… donde nadie lo note.
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