Cuatro personas llegaron un día, cierta noche sin permiso.
Ocuparon mi cuerpo, y lo tomaron como una casa vacía.
Son diferentes. No se parecen en nada,
sólo que, la sospecha y el pánico al vacío
les embarga a los cuatro todos los días…
El primero, un muchacho turbio y raro
que por ir sin rumbo, te rompe el alma sin pedir permiso,
y tira los restos a un canasto, y se va silbando
por la misma calle que le vio llegar.
Un viento de un desconcierto díscolo y ruin fue testigo.
En La Habana de hace un siglo, descubro al segundo:
Un gigante negro, optimista y tímido que me inflama el alma
y enturbia de besos, atando sus promesas al palo de un palomar.
Es retorcido y delicado, el tercero.
Hombre de pocas palabras y mirada efímera.
A éste, también le falta un alma de noble envergadura.
El cuarto es una mujer, con encanto venusino, sube y baja de mi casa.
Y dice que la vida —por un amor desgraciado—, le ha de pagar.
Y soy yo quien al final, su deuda paga.
Me lo dijo el nigromante y la vieja bruja del Borne:
“Los cuatro son enemigos irreconciliables”.
Yo los oigo construir en mí y dar voces.
Humanos al fin, he sabido que se esfuerzan en lo cotidiano.
Cada cual desea la muerte de su contrincante,
pero soy yo quien al final, recibe todas las lanzas.
Quien se queda solamente con los suspiros.
Al no poder excluirse mutuamente,
se soportan y, se odian tanto como se desean.
Se conocen; se llevan mal: maltratan mi alma.
Para ellos, sin embargo, no hay minuto de tregua,
y es por ello que mis amigos me dicen que soy contradictorio.
Ignoran que yo amo sin conocer apenas,
por un ansia de cuervo loco y lucidez opaca…
Me rompo el alma en las cantinas más díscolas
y descubro taciturno cómo un mentiroso y un cojo
son hijos de la nada.
Que la nada no importa si manda mi alma.
¡Sí! me lo dijo la bruja y el nigromante:
“Con estos, ni te cases si te embarques”.