No era el miedo un pájaro aterido
entre oscuras paredes,
ni el nocturno chirriar de la madera
o el ópalo radiante de la infancia.
Era el viento un vértigo exquisito entonces,
ante el altar purísimo de mayo.
Tu imagen gastada rezando, sentada en la cama.
La tarde ardía, y tu fe mecía el miedo de estar sola.
Era un mantel de almidonado hilo tu bata,
de ángeles plañendo entre vainicas.
Eras tú, mi madre que abría los cielos y los mares,
a golpe de ensoñación y encanto.
Cuántas tardes el rosario te vi rezar.
Cuántas lágrimas calladas secaron en tus labios.
Y al preguntar, siempre lo mismo:
“Hijo, qué quieres, son cosas de adultos”,
y mentías al decirlo.
Así era mi madre;
abriendo su libro de prodigios: “preciosidades”, decías.
Y era tu voz tan clara como un trozo de espejo
clavándose en la almohada.
Y esos versos que leías,
aprendidos de memoria, nunca olvidados.
Los hermosos ojos de extremada dulzura,
abrumados por las penas y algún secreto ruiseñor.
Nunca Poe, ni Bécquer ni el mismísimo Lorca,
pudieron compararse a la voz de mi madre,
recitando piadosas y elevadas plegarias
para el olvido de los ángeles.
*Nota del autor: “Este poema es el contrapunto al resto del libro; el detalle que matiza qué es y qué no es, Sodoma. Aquí sí hay lugar para el corazón.”
Juan Claudio Álvarez
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