Trabajas en los trapecios de la noche y de la bruma.
Se inquietan las estatuas que ven tu paso.
Te envidian porque posees un alma,
de nobleza y oscura soledad que a ellas falta.
Te rozan los duendes y el flash de la memoria:
doncellas sin flor, hombres sin corona.
Todo tú, manifiesto eunuco en trifulcas,
bares y sesiones publicitarias.
Tomas las mil formas del deseo:
a manos llenas te llevas el alba.
“Hace mucho que sigo aquí”,
me susurras al oído.
A tu llegada, ya en la ciudad secreta de Sforzinda,
de repente agotado y solo estás
ante tu particular Reino de Taifa.
Todos se intrigan al verte,
todos te rondan, te pretenden.
Vendes humo a tu paso,
y el esfuerzo no te cuesta, ni te daña la nada.
Mas luego, ileso y cansado te has ido mientras se apagan los excesos,
se duermen los últimos borrachos,
se abren los colmados y el alba te roba todo el glamour.
Como los pájaros cantas con voz prudente,
y silbas como sabiendo que la soledad no asusta.
Regresas a tu cuarto mudado ya de estrellas,
a dormir otro sueño sin estupor y sin espanto.
No te importa el mundo:
la nada ya tarda.
imagen de Luizo Vega.
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